Crítica: Cerezos en flor

Título originak: Kirschblüten / Hanami

Título: Cerezos en flor

Año de producción: 2008

País: Alemania, Francia

Duración: 127 min.

Género: Drama

Directora: Doris Dörrie

Intérpretes: Elmar Wepper, Hannelore Elsner, Aya Irizuki, Maximilian Brückner, Nadja Uhl, Birgit Minichmayr, Felix Eitner, Floriane Daniel.

Guión: Doris Dörrie

Música: Claus Bantzer

Fotografía: Hanno Lentz

Página oficial: www.kirschblueten-film.de/

Al saber de la programación de esta cinta en nuestro cineclub, una buena amiga, buscando acaso una razón que la alentara hacia nuestra modesta salita oscura, nos preguntó a los culpables de su inclusión algo tan sencillo como rotundo: ¿Es triste la película?. La respuesta de mi compañera confidente de filias cinéfilas fue tan simple y explícita como la propia pregunta. Su respuesta fue: “Es bella”.

Quizá este escueto diálogo sobre y baste para sintetizar el alma de esta película. Pero un servidor, que es bastante más obtuso y prosaico (perdóneseme), intentando ajustarme férreamente a la pregunta respondió, seguramente desacertadamente, “bella pero triste”. Esclavo de mis palabras ahora me siento en la obligación de explicarme.

La realidad es que “Cerezos en flor” parte efectivamente de un sentimiento de dolor afectivo ante una experiencia de pérdida. Y es que, esa mano gigante que aprieta el corazón lo hace si cabe con más saña en un mundo emocional que hemos ensamblado con la precariedad de la argamasa del apego material y emocional. Así que, aunque sea una media verdad, es cierto que la cinta nace de la soledad, del desamparo, de la zozobra sentimental que experimenta el personaje principal ante la muerte y el tiempo pérdido.

Pero lejos de hacer encallar a su personaje en la frustración, Doris Dörrie lo embarca en una travesía iniciática, con salida dramática en Allgäu y destino poético en Fuji san. Una singladura cuyas aguas agitadas provocarán una profunda catarsis que le permitirá trascender y sublimar esa tristeza y desolación para desembocar en un sentimiento profundamente amoroso, en cuyo seno la vida y la muerte se reconcilian, elementos indisolubles de un mismo círculo.

Y nada mejor para transmitir esa profunda transformación de los sentimientos que la metáfora de los cerezos en flor y la danza de las sombras bajo su rosado cielo.

Sirva decir que todo el que haya viajado en alguna ocasión hacia el país donde nace el sol para contemplar esa fabulosa y masiva floración del cerezo, que recorre con la velocidad de un reguero de pólvora todo Japón desde la tropical Okinawa hasta la gélida Hokkaido, sabrá de la fugacidad de esta fantástica lluvia de pétalos de colores bajo la cual se arremolinan miles y miles de japoneses en una fiesta social colectiva de profundas raíces y significado.

Así pues, al igual que la flor del cerezo apenas muestra su belleza se esfuma, así mismo pasan efímeros y fugitivos los bellos momentos de nuestra vida. Y es estúpido dejarlos pasar ignorándolos, sumidos en nuestra vorágine de atropelladas acciones.

En no pocas ocasiones amigos me preguntan por la razón de mi reconocida fascinación ante el pensamiento japonés. Y debo contestar que, entre otras cosas, es precisamente ese esmero extremo, ese amor y esa alegría que demuestran en las pequeñas acciones fugaces de cada día lo que me deja perplejo y me sirve como enseñanza y recordatorio de que, sean cuales sean las circunstancias, la felicidad sigue residiendo en nuestra voluntad a través de la actitud.

Y son estos los valores los que retoma la cineasta alemana para redondear con lucidez y sin excesos melodramáticos una cinta conmovedora y tierna donde los conceptos de vida y muerte son tratados de una manera tan pragmática como esperanzadora.

“El butoh (danza de las sombras ) trata de atrapar la luz y la sombra, el nacimiento y la muerte, la conciencia de ser y la interrupción de la existencia. La alegría se convierte en dolor antes de volver a convertirse en alegría. Es el retrato visual de la presencia de los muertos en el interior de cada uno de nosotros.”
Doris Dörrie