A diferencia de las últimas películas que he tenido la ocasión de ver, recluidas en salas miniatúricas donde la pantalla parecía echársenos encima, en esta ocasión sentí un confesable arropo al encontrarme la sala principal repleta de gente, si bien no puedo negar una inicial desconfianza a sabiendas de cómo se viene movilizando al personal. Y es que sin marketing aquí no se mueve nada. Me imagino que en esta ocasión tampoco habrá podido ser de otra manera, me refiero a lo de atraer al público a la sala. Pero mala cosa es empezar con prejuicios por muy justificados que puedan parecer.
Superado este recelo inicial o muchos otros más que pudieran tener origen en el currículo comercial de Paul Verhoeven cimentado en éxitos como Instinto Básico, Desafío Total o Robocop, se hace fácil sucumbir ante su último trabajo, aunque no aquellos otros, a pesar de sus éxitos de taquilla, fueran menos merecedores. O a lo mejor son estados de mi alma que me hacen ver lo que quiero ver, o subrayar lo que para mí es relevante. Bien, es mi visión completamente particular de este abigarrado cuadro que a buen seguro puede tener múltiples interpretaciones.
Cuando todo parecía indicar que el genio creador de Ingmar Bergman se extinguía definitivamente allá en la isla de Faro, Sarabanda se nos presenta como el último tren al que parece aferrarse esta figura señera de la cinematografía del siglo pasado, que lo es, guste o no guste.
Tampoco tengo el cuerpo últimamente para muchos excesos intelectuales pero hay cosas que obligan. Y bueno, en todo caso es cuestión de elegir el día bueno y prepararse como aquel que se prepara para una opípara comida, no vaya a ser que se te indigeste. Y digo esto porque el de la butaca de al lado me dio la película roncando como un auténtico bucanero. Así que por favor, aviso a navegantes, ésta no es película fácil, el que no conozca a Bergman por favor infórmese antes, que hay formas mucho más baratas y reconfortantes de disfrutar de un sueño placentero.
Entendiendo la edad de Bergman que a la sazón ronda los 90, el recurso fácil es decir que se trata de un testamento. Lo de menos es que lo sea, lo que es obvio es que Sarabanda recoge todo aquello que Bergman ha venido trabajando durante toda su vida creativa, y no sólo creativa ya que en múltiples aspectos no deja de ser un espejo de su propia vida personal.
En definitiva, no sorprende, sigue en su línea, si cabe más crudo, más desnudo. Probablemente, nunca se ha preocupado de lo que el gran público dijera o dejase de decir, pero en esta ocasión más que nunca prescinde de cualquier ornamento para la galería y hace lo que siempre ha hecho. Puede no gustar, pero lo que hace lo hace de manera genial.
Sigue indagando en la angustia existencial del ser humano, penetra en lo más profundo de los personajes de forma descarnada pero con una gran humanidad que le permite abordar cualquier tema con tanta crudeza como ternura.En esta ocasión retomando una historia que ya presentó en Escenas de la vida conyugal, y rescatando a sus actores (Liv Ullman y Erland Josephson) estudia desde diferentes ángulos las múltiples perversiones del amor, en cuyo nombre tantas y tantas veces torturamos, esclavizamos y agredimos.
A un ritmo pausado y templado como el de la Sarabanda y en una estructura capitular, Bergman nos va desgranando los dilemas y las obsesiones que le han perseguido durante toda su existencia, y todo ello con la habitual maestría en el tratamiento de la luz, en la indagación sicológica, con el tratamiento teatral tan a su gusto y recreándose en unos primeros planos magníficos que dan a la obra una contundencia definitiva.
Aunque no es fácil encontrar en cartelera títulos que inviten a propuestas diferentes a las de la machacona mercadotecnia hollywoodiense, de vez en cuando hay gratas sorpresas como la que nos ocupa.
Se trata de C.R.A.Z.Y. (ChristianRaymondAntoineZacharyYvan), una película canadiense del director de Liste noire Jean-Marc Vallée, que a tenor de lo visto hubiera merecido mejor suerte en la pasada edición de los Oscar, donde ni siquiera pasó la preselección de las 5 mejores películas de habla no inglesa.
Y desde luego el mérito de esta obra no radica en su argumento, bastante manido por otra parte, en la línea de Léolo, donde se nos cuentan las aventuras y desventuras de una familia corriente de un barrio periférico de Québec en la década de los 60 y los 70, y en particular el periplo personal de uno de los hijos que tiene la dicha o desdicha de ser homosexual.
Hasta aquí nada llama a la sorpresa, menos aún en unos tiempos en que la temática homosexual parece que se ha convertido en buen reclamo comercial. La sorpresa estriba en el tratamiento tan particular que se hace de dicha cuestión. Y es que el uso de las formas de una manera determinada puede hacer que un contenido insulso se convierta en algo apetecible.
O a lo mejor es que la época evocada en la cinta me transporta a esa patria siempre añorada que es la niñez y perturba mi sentido crítico, pero el caso es que me parece que la historia se cuenta con una frescura, una ternura, un realismo y una humanidad dignas de mención, incluso, por momentos, con humor.
Probablemente, y añado yo, lamentablemente, ser homosexual en ocasiones se convierte en un drama, pero al igual que pueden convertirse en un drama tantas y tantas circunstancias de nuestra historia vital. Eso parece querer decirnos su autor.
El principal obstáculo hacia una vida si no más feliz si más plena somos nosotros mismos. Y no es tan difícil. Sólo debemos aprender a respetar a los demás y a la diferencia. Es un sencillo ejercicio de tolerancia. Pero para ello en muchos casos tenemos que desprendernos de las muchas secuelas que nos ha dejado la cultura judeocristiana que nos ha marcado a sangre y fuego la cultura del pecado y la represión.
Y en definitiva esa es la historia que se nos pretende transmitir de una manera real pero nada dramática ni tendenciosa: la lucha por la felicidad y las batallas internas de todos los personajes por el simple hecho de no aceptar la realidad tal y como es.
La canción de Charles Aznavour con la que el padre de la familia martillea navidad tras navidad a sus seres queridos es una reivindicación por esa búsqueda infructuosa de la felicidad: Emmenez-moi au bout de la terre,emmenez-moi au pays des merveilles. Il me semble que la misère serait moins pénible au soleil.
(Llévame al fin del mundo, llévame al país de las maravillas. Me parece que allí, al sol,la miseria sería menos dolorosa.)
Para contarnos esta historia Jean-Marc Vallée, tomando como base su propia experiencia vital y en particular la de su coguionista François Boulay, materializa una dirección de actores notable, manejando escenas donde llegan aparecer hasta 50 extras en una reducida estancia, escenas que siempre quedarán retenidas en mi retina, por ejemplo las fascinantes escenas de las fiestas de Navidad. Momentos álgidos de la película.
Es cierto que en algún momento la película da la sensación de enfoscarse y perderse en senderos sinuosos, haciendo requiebros entre imágenes psicodélicas y retazos oníricos, pero rápidamente vuelve a envolverte y te obsequia de rato en rato con fotogramas deliciosos.
Los actores están en sobresaliente y su implicación dota a la cinta de una veracidad inusitada. Destacan a mi parecer Marc-André Grondin que borda el papel del padre y Michel Côté en el rol protagonista con unas transformaciones camaleónicas espectaculares que destacan la magnífica labor de caracterización.
Aunque haya pasado más desapercibido para la crítica me parece reseñable la actuación de Danielle Proulx en el papel de la madre. Verdaderamente auténtica. Y tampoco me olvidaría aunque en un segundo plano al hermano mayor interpretado por Máxime Tremblay.
Y todo ello con una banda sonora de lujo, ahí están Patsy Cline con el tema que da título e hilaridad a la película, la interpretación por parte del protagonista de Space Oddity de David Bowie, Pink Floyd, los Rolling Stones. Charles Aznavour…
Y algunos se quejan que para contar eso no hacen falta 2 horas. ¡Ni que fuera el cine una contra-reloj! Pues yo he disfrutado las 2 horas y una vez de pagar mientras sean capaces de retener mi atención me pueden tener la velada entera. ¡Faltaría más!