
Cada vez son menos las ocasiones en que puedes salir de la sala de cine pensando que has visto algo más que una película. Y es que, finalizada la proyección, extinguidos los créditos, deslumbrados aún por las luces que te sacan de sopetón de lo que parece una pesadilla, penosamente encuentras ánimo para levantarte de tu butaca, clavado en la reflexión en que te precipita esta historia tan realmente poderosa.
No había aún vuelto a mi ser cuando sentí la mano de un antiguo compañero de la universidad que se posó en mi hombro desde la butaca de atrás y me espetó un «oso gogorra» (muy dura). No hubo más palabras. Así de simple y de contundente se escribe la palabra que se adueñó por unos momentos de la conversación de la mayoría de los espectadores.